Armilla es uno de esos
pueblos que han crecido hasta juntarse con Granada, siendo algunas veces
difícil saber dónde acaba el pueblo y dónde empieza la ciudad, pero no por ello
ha dejado de ser un pueblo con una personalidad propia y una historia
fascinante que hoy les vamos a relatar.
Cuentan los más viejos de Armilla que
el lugar llamado de las Tres Cruces ha existido desde la conquista de Granada,
no sabiendo explicar la razón de ser de esas tres cruces de piedras ubicadas
allí ni quien fue el autor. Conocen, eso sí, que cuando el 20 de julio de 1936
entraron en Armilla los nacionales, casi todos lo militantes republicanos
huyeron del pueblo, abandonando a sus familias y todo lo que tenían, unos
temiendo represalias por su ideología política y otros por temor a ser detenidos y fusilados.
El caso es que Enrique era un ideólogo
acérrimo del Partido Comunista y cuando llegó el momento de salir por pies del
pueblo aguardó hasta última hora, ya que estaba muy enamorado de su novia
Juana, con la que iba pronto a casarse.
Lo
cierto es que llegada la hora de partir y después de haberse despedido de su
novia, Enrique salió de su casa antes del amanece, filtrándose a través del
portal trasero, que se adentraba en el corral de otro vecino de la calle
Málaga.
El
tal vecino estaba también perdidamente enamorado de Juana y sabía que Enrique
era comunista de toda la vida, así que cuando estalló la guerra y el frente
nacional se hizo con Granada, dedujo que Enrique intentaría escapar en cuanto
la ocasión se lo perimiera. Cuando oyó el cerrojo de la puerta vecina, saltó de
su cama y pensó que era la oportunidad de su vida para denunciarlo y terne de
esta forma vía libre para cortejar a Juana sin obstáculo alguno.
Después
de seguirlo a pie durante un buen rato vio como se paraba en la plaza de las
Tres Cruces, tal vez el punto de contacto para encontrarse con alguien que
trataría de llevarlo a lugar seguro.
Conociendo
por creía el punto de encuentro de los militantes “rojos”, se apresuró a
denunciarlo a la junta de gobierno del pueblo para que no pudiera escapar.
Enrique, ajeno a lo que trababa su malvado
cecino, estaba confiado esperando un coche Ford de pedales que le condujera
hasta Almería para, una vez allí, organizar la salida de Juana para reunirse
con él.
Mientras
hacía tempo esperando el coche que lo llevaría lejos, observó las tres cruces
de la bella plaza armillense y pensó en los tiempos que él y otros niños de Armilla
habían juagado a mil y una aventuras entre sus moles de piedra, escondiéndose y
refugiándose de los ficticios ataques de bandos de bandos opuestos que se
organizaban entre ellos. Ironías de la
vida, pensó. Aquellos eran días de tranquilidad entre vecinos que en algunas
ocasiones y aprovechando el buen tiempo practicaban la sana afición de encontrarse al pie de las cruces para
contarse cosas de la vida.
Pasados
algunos años fue en una de las verbenas
que los vecinos de Armilla organizaban al lao de las cruces donde conoció a
Juana y se enamoró de ella. Además, aquel lugar había sido mudo testigo de los
encuentros de media tarde con su novia. ¡Cuántas palabras de amor había
escuchado el Cristo de piedra! ¡Cuántas promesas de enamorados se habían jurado
sobre los pies del crucificado!
Aquel lugar le traía recuerdos dulces y
cálidos en esa madrugada fría de enero de 1936, pero la realidad era más cruda.
El coche se retrasaba y los nervios empezaron hacer mella en su espíritu. Había
algo en el ambiente que le hacía recelar de esa Parente calma y apoyándose
entre las cruces se lio un cigarrillo para hacer la espera más llevadera.
Aunque
Enrique pertenecía al Partido Comunista, nunca había participado en ninguna de
las acciones que otros compañeros habían llevado a cabo contra la Iglesia
católica. Él era mucho más partidario del dialogo y la tolerancia que de la
violencia.
Sumido
en sus pensamientos estaba cuando vio aparecer por la carretera de Granada dos
faros de un vehículo que se aproximaba muy despacio. En un primer momento quiso
plantarse en medio de la carretera, pero después lo pensó mejor y decidió
esconderse detrás del Cristo de piedra y observar las maniobras del vehículo.
No tardó mucho en comprobar cómo un coche paraba frente a él y se bajaban tres
hombres, uno de ellos su vecino Juan, dirigiéndose directamente hacia las tres cruces
de piedra. Rápidamente, se escondió como pudo detrás de una de las cruces…pero
no había mucho donde parapetarse.
-¡Eh, tú, sal de ahí!, le espetó uno de
los uniformados.
A
Enrique se le heló la sangre, quedando paralizado de miedo.
-¿Es que no me has oído?, volvió a decirle
el soldado, al a tiempo que su vecino trataba de ocultarse detrás de otro
soldado.
Lentamente
Enrique salió de la cruz de piedra. ¿Qué ocurre?, preguntó con un leve hilo de
voz.
-Tú sabrás qué haces aquí a estas horas,
le respondieron.
-Yo solo estaba fumando un cigarrillo.
El
otro soldado le preguntó a Juan:
-¿Es este el que tú dices?
-¡Sí, sí…Este es el asqueroso
comunista!, gritó Juan.
-Así que tú eres comunista…¿y qué haces
aquí entre cruces?.
-Yo solo estaba rezando al Cristo de
piedra, antes de ir a trabajar.
-¡No os dejéis engañar…este es un rojo
ateo! ¿ Es más fácil que el Cristo desclave un pie de la cruz que creer que él
sea cristiano!
Enrique
pensó que estaba perdido y que su vecino lo había delatado. Poco después los
soldados apuntaron los fusiles hacia la cabeza de Enrique, mientras uno de
ellos decía en voz alta. “De esta no te salva ni Dios”.
Enrique
sintió que había llegado el fin de sus días. Entornó los ojos y, como le había
enseñado su madre, se encomendó a la Virgen María y a Jesús.
Extraño
pensamiento para un comunista, aunque hay situaciones donde lo más profundo del
alma se agarra como una tabla de salvación a las creencias que nuestros padres
nos enseñaron. Y mientras rezaba esperando el tiro de gracia, un silencio
profundo y cerrado inundó aquella escena. Cuando abrió los ojos vio a sus
verdugos de rodillas y mirando fijamente al Cristo de piedra que tenía delante
de él, al tiempo que Juan, con la cara desencajada, salía corriendo como si lo
persiguiera un demonio. Nunca más volvió a verlo.
Enrique
se giró para ver lo que los soldados observaban tan detenidamente y él también
cayó de rodillas. El Cristo de piedra había soltado uno de sus pies graníticos
y lo había puesto junto al otro, desenclavándolo.
Desde
entonces nunca ha faltado un ramo de flores frescas en las tres cruces de
piedra de Armilla.
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