LA LEYENDA DE LAS TRES CRUCES.

 



 Una crónica de José Manuel Fernández publicada en el diario “Ideal” de Granada dentro de la sección”Leyendas  de nuestros pueblos”

 

            Armilla es uno de esos pueblos que han crecido hasta juntarse con Granada, siendo algunas veces difícil saber dónde acaba el pueblo y dónde empieza la ciudad, pero no por ello ha dejado de ser un pueblo con una personalidad propia y una historia fascinante que hoy les vamos a relatar.

 

            Cuentan los más viejos de Armilla que el lugar llamado de las Tres Cruces ha existido desde la conquista de Granada, no sabiendo explicar la razón de ser de esas tres cruces de piedras ubicadas allí ni quien fue el autor. Conocen, eso sí, que cuando el 20 de julio de 1936 entraron en Armilla los nacionales, casi todos lo militantes republicanos huyeron del pueblo, abandonando a sus familias y todo lo que tenían, unos temiendo represalias por su ideología política y otros por  temor a ser detenidos y fusilados.

 

             El caso es que Enrique era un ideólogo acérrimo del Partido Comunista y cuando llegó el momento de salir por pies del pueblo aguardó hasta última hora, ya que estaba muy enamorado de su novia Juana, con  la que iba pronto a casarse.

 

            Lo cierto es que llegada la hora de partir y después de haberse despedido de su novia, Enrique salió de su casa antes del amanece, filtrándose a través del portal trasero, que se adentraba en el corral de otro vecino de la calle Málaga.

 

            El tal vecino estaba también perdidamente enamorado de Juana y sabía que Enrique era comunista de toda la vida, así que cuando estalló la guerra y el frente nacional se hizo con Granada, dedujo que Enrique intentaría escapar en cuanto la ocasión se lo perimiera. Cuando oyó el cerrojo de la puerta vecina, saltó de su cama y pensó que era la oportunidad de su vida para denunciarlo y terne de esta forma vía libre para cortejar a Juana sin obstáculo alguno.

 

            Después de seguirlo a pie durante un buen rato vio como se paraba en la plaza de las Tres Cruces, tal vez el punto de contacto para encontrarse con alguien que trataría de llevarlo a lugar seguro.

 

            Conociendo por creía el punto de encuentro de los militantes “rojos”, se apresuró a denunciarlo a la junta de gobierno del pueblo para que no pudiera escapar.

 

             Enrique, ajeno a lo que trababa su malvado cecino, estaba confiado esperando un coche Ford de pedales que le condujera hasta Almería para, una vez allí, organizar la salida de Juana para reunirse con él.

            Mientras hacía tempo esperando el coche que lo llevaría lejos, observó las tres cruces de la bella plaza armillense y pensó en los tiempos que él y otros niños de Armilla habían juagado a mil y una aventuras entre sus moles de piedra, escondiéndose y refugiándose de los ficticios ataques de bandos de bandos opuestos que se organizaban entre ellos. Ironías  de la vida, pensó. Aquellos eran días de tranquilidad entre vecinos que en algunas ocasiones y aprovechando el buen tiempo practicaban la sana afición  de encontrarse al pie de las cruces para contarse cosas de la vida.

 

            Pasados algunos años fue  en una de las verbenas que los vecinos de Armilla organizaban al lao de las cruces donde conoció a Juana y se enamoró de ella. Además, aquel lugar había sido mudo testigo de los encuentros de media tarde con su novia. ¡Cuántas palabras de amor había escuchado el Cristo de piedra! ¡Cuántas promesas de enamorados se habían jurado sobre los pies del crucificado!

 

             Aquel lugar le traía recuerdos dulces y cálidos en esa madrugada fría de enero de 1936, pero la realidad era más cruda. El coche se retrasaba y los nervios empezaron hacer mella en su espíritu. Había algo en el ambiente que le hacía recelar de esa Parente calma y apoyándose entre las cruces se lio un cigarrillo para hacer la espera más llevadera.

 

            Aunque Enrique pertenecía al Partido Comunista, nunca había participado en ninguna de las acciones que otros compañeros habían llevado a cabo contra la Iglesia católica. Él era mucho más partidario del dialogo y la tolerancia que de la violencia.

 

            Sumido en sus pensamientos estaba cuando vio aparecer por la carretera de Granada dos faros de un vehículo que se aproximaba muy despacio. En un primer momento quiso plantarse en medio de la carretera, pero después lo pensó mejor y decidió esconderse detrás del Cristo de piedra y observar las maniobras del vehículo. No tardó mucho en comprobar cómo un coche paraba frente a él y se bajaban tres hombres, uno de ellos su vecino Juan, dirigiéndose directamente hacia las tres cruces de piedra. Rápidamente, se escondió como pudo detrás de una de las cruces…pero no había mucho donde parapetarse.

 

-¡Eh, tú, sal de ahí!, le espetó uno de los uniformados.

 

 A Enrique se le heló la sangre, quedando paralizado de miedo.

 

-¿Es que no me has oído?, volvió a decirle el soldado, al a tiempo que su vecino trataba de ocultarse detrás de otro soldado.

 

            Lentamente Enrique salió de la cruz de piedra. ¿Qué ocurre?, preguntó con un leve hilo de voz.

 

-Tú sabrás qué haces aquí a estas horas, le respondieron.

 

-Yo solo estaba fumando un cigarrillo.

            El otro soldado le preguntó a Juan:

 

-¿Es este el que tú dices?

-¡Sí, sí…Este es el asqueroso comunista!, gritó Juan.

-Así que tú eres comunista…¿y qué haces aquí entre cruces?.

-Yo solo estaba rezando al Cristo de piedra, antes de ir a trabajar.

-¡No os dejéis engañar…este es un rojo ateo! ¿ Es más fácil que el Cristo desclave un pie de la cruz que creer que él sea cristiano!

 

            Enrique pensó que estaba perdido y que su vecino lo había delatado. Poco después los soldados apuntaron los fusiles hacia la cabeza de Enrique, mientras uno de ellos decía en voz alta. “De esta no te salva ni Dios”.

 

            Enrique sintió que había llegado el fin de sus días. Entornó los ojos y, como le había enseñado su madre, se encomendó a la Virgen María y a Jesús.

 

            Extraño pensamiento para un comunista, aunque hay situaciones donde lo más profundo del alma se agarra como una tabla de salvación a las creencias que nuestros padres nos enseñaron. Y mientras rezaba esperando el tiro de gracia, un silencio profundo y cerrado inundó aquella escena. Cuando abrió los ojos vio a sus verdugos de rodillas y mirando fijamente al Cristo de piedra que tenía delante de él, al tiempo que Juan, con la cara desencajada, salía corriendo como si lo persiguiera un demonio. Nunca más volvió a verlo.

 

            Enrique se giró para ver lo que los soldados observaban tan detenidamente y él también cayó de rodillas. El Cristo de piedra había soltado uno de sus pies graníticos y lo había puesto junto al otro, desenclavándolo.

 

            Desde entonces nunca ha faltado un ramo de flores frescas en las tres cruces de piedra de Armilla.

 

 

 

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