Una crónica de Salvador Cantos López publicada
en la página de facebook “Armilla, recuerdos de mi pueblo”
Quiero comenzar esta crónica por algunos personajes que fueron muy
conocidos en el pueblo y que me gustaría que su memoria no cayese en el olvido.
Frente al callejón que hay al otro lado de la entrada al aparcamiento de las eras, en
la calle real, y que desemboca en el barrio de Napoleón, había una barbería. El
peluquero era Ramírez, tanto yo como mi hermano frecuentamos mucho esa casa,
por la amistad que teníamos con su hijo Alfonso, y también por la proximidad
con la casa de mi abuela Angustias. Este señor era para mi entender todo un filósofo.
Hombre conversador y culto, y muy respetuoso con la vida ajena. Mientras
ejercía su faena no paraba de contar historias, dar consejos y opinar de los
sucesos más relevantes del momento. Otro de los atractivos de ese
establecimiento para los clientes era
escuchar las noticias que aparecía publicadas en los periódicos locales “Ideal” o “Patria”. Las leía para todos nosotros , y de forma magistral por cierto, Alfonso,
el hijo menor de Ramírez. Lo increíble que este niño tenía entonces la corta edad de 5 años y...¡Cómo vocalizaba! ¡Cómo sabía dar la entonación justa y precisa a cada acontecimiento, a cada suceso, a cada información !!...Vamos que las palabras del niño eran tan evocadoras que hacían que la clientela, que escuchaba en respetuoso silencio, se transportase al lugar mismo donde se había producido la noticia: ya sea tras el portero de fútbol al que le acababan de meter un gol o junto a la viuda desconsolada que lloraba la muerte de su marido recién asesinado por un delincuente. Naturalmente a mí me
pelaba, de la forma que a la inmensa mayoría de los niños:¡al cero!... pero
dejándonos el flequillo. Esa moda era muy práctica por los piojos, que por
aquellos tiempos hacían estragos y campaban a sus anchas. Con ese pelado tan
extremo era mucho más fácil verlos y por lo tanto eliminarlos. Era muy habitual
la escena de la madre o abuela dedicada a la faena de escaldar en la melena de
la prole buscando a dichos parásitos.
Otro lugar emblemático que quiero mencionar era la zapatería de Pepe “El
Paolo”, que se encontraba entra las esquinas de la calle que he mencionado, a la
izquierda. Estaba a su derecha la casa de Teresa “la Pata Gorda”, familia de “Los
Pololos”, y su hermano “Toñico”, ambos solteros. Esta señora poseía la ventana
más famosa del pueblo, pues a la mirada de detrás de sus visillos transparentes
no se escapaba ningún suceso por poco relevantes que fuese. Era, sobre todo, el terror de las parejas de novios que
paseaban por la calle Real. Volviendo a los Ramírez poco más arriba Paco
Ramirez, hijo, montó otra barbería. Este Paco era algo menos hablador que su
padre, pero su trabajo era ya de corte más moderno. A mí me pelaba a navaja. En
el mismo local, antes estuvo el taller de bordado de Pepita, donde las
muchachas de entonces aprendían y bordaban sus ajuares de novia, sábanas, mantelería,
servilletas y toallas. Las muchachas procuraban pasar muy deprisa por la famosa
ventana de la que hablé antes cuando acudían al taller para huir de esos ojos escrutadores que las repasaba a fondo de
arriba abajo.
Hacia el Puente de la era, hay otro
callejón que desemboca en la placetita que se comunica con el camino del
jueves, haciendo esquina a la izquierda. Se encontraba allí la otra barbería
del pueblo, esta regentada por el maestro “Cigarrón”. Este maestro barbero tenía
también sus peculiaridades: además de ser peluquero era un guitarrita concertista
destacado, aparte de ostentar el cargo de director de la banda de música del
Orfelinato. “El Cigarrón” era un hombre extremadamente delgado, y con el pelo
negro estirado hacia atrás, y con una pequeña coletilla (pero sin amarrar con
gomilla ni nada de eso….¡Qué va!!...esas modas no se estilaban entonces…¡menudo
escándalo en aquellos años hubiese sido un hombre con coleta, por Dios!). Era
este hombre un gran amigo de mi padre, y maestro de guitarra. Aunque muchos nos
lo sepan, mi padre también tocaba la guitarra de forma magistral, y como no
sabía música, el ”Cigarrón” le ponía las posturas en un pentagrama muy
particular con lo que valía para interpretar algunas composiciones de Tárrega
como “Recuerdos de la Alhambra”, o “Torres Bermejas”. Mi padre nunca tocó en público, pues era extremadamente
tímido para eso. Por las mañanas yo solía despertarme con las notas de la
guitarra, ya que acostumbraba a tocar un poco antes de irse a trabajar a aviación.
Yo pienso que esos momentos que cada día dedicaba a su guitarra, bien
tempranito y antes de sus quehaceres cotidianos le preparaban mental y
anímicamente para la larga jornada que se avecinaba, vamos, eso creo yo por lo
menos. Bien, sigamos con la historia del Maestro Cigarrón. Este tenía dos hijas Conchita y Carmela, las dos
virtuosas también de la música, se ve que lo llevaban en los genes. La mayor,
Conchita, tocaba el laúd y Carmela,la pequeña, la bandurria. El barrio entero se inundaba de música cuando
ensayaban (Se trataba, sobre todo, de música clásica). Como en la otra esquina que
forma la calle estaba el horno de Eugenio, en la placeta descargaban camiones
de cáscaras de almendra, que utilizaba como combustible para el horno. Uno de
los recuerdos más bonitos y entrañables de mi infancia era aquellas tardes en
las que, con otros niños del pueblo, rebuscaba almendras en el montón de
cascaras con el sonido de la música como telón de fondo….Encontrar una almendra
completa era un premio gordo…cada vez que aparecía una era como encontrar una
auténtica pepita de oro. Cada niño llevábamos nuestra taleguilla de tela
cosidas con primor por nuestras madres respectivas (entonces de bolsas de
plástico, nada de nada). Allí metíamos las almendras que encontrábamos y luego
las tostábamos en casa.
Y termino con la historia de las hermanas músicas, las hijas del maestro
barbero“Cigarrón”. Durante los veranos tenían estas contrato en San Sebastián,
donde hacían conciertos en una cadena de hoteles, Carmela era íntima amiga de
mi hermana Mari y frecuentaba muy a menudo mi casa. Allí le contaba con pelos y
señales sus temporadas estivales en aquella ciudad, que a mí me parecía exótica
y lejanísima, llamada San Sebastián.
Fotografía: Típica máquina cortapelo de los años 40/50 con su caja
correspondiente.
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