Una crónica de Salvador cantos López publicada
en la página de Facebook “Armilla,
recuerdos de mi pueblo”.
Hoy quiero contaros una historia que es cierta,
aunque yo la haya adornado con algo de literatura. Os la cuento para que os hagáis
una idea de cómo éramos los niños de la posguerra en España. Andaría yo por los
13 o 14 años (tengo que anotar aquí que los 14 años de los niños de aquellos
tiempos no tienen nada que ver con los 14 años de ahora. A esa edad en aquellos
años éramos niños en toda la expresión de la palabra) cuando a través de una compañera de colegio conocí a una chica
que me dejó prendado, y me enamoré de ella, Creo que ella también de mi. Pasábamos
todas las horas juntos que podíamos, pero con toda la inocencia de los niños:
sin besos y menos aún tocamientos de
ningún tipo…. A lo sumo cogernos de la mano de forma furtiva.
Todas las tardes nos veíamos en la puerta de
nuestra amiga en común, pues eran vecinas. Había un puentecito sobre una
acequia de agua para dar acceso a una cancela, y al fondo de un pequeño carril,
la vivienda. Recuerdo que una tarde del
mes de mayo o abril acudí a verla y la encontré extraña. Hablamos algo, y, de pronto nuestra amiga común me dijo: “ ¿ A
que no sabes una cosa? “ Y mencionando el nombre de mi “ novia ", añadió, “pues que ya es mujer”. Yo me quedé como al que
le cuentan un cuento en chino. No tenía ni idea del significado de esas
palabras, pero sí pude apreciar en el rostro y en la mirada de mi
"novia" un gesto de superioridad, y sin mediar más palabras se
introdujeron por la cancela al interior de la vivienda, yo quedé contrariado y
confundido sin entender nada. Me quedé esperando un buen rato a ver si salían y como no lo hicieron me fui
para mi casa triste y abatido. Al otro día cuando me dirigía a verla, pues de
mi casa a la suya había un buen trecho, pasé por la verja de una casa qué tenía
un hermoso celindo y un rosal cuajado de rosas amarillas, Me puse a coger un
ramo de rosas, pero me sorprendió la dueña de la casa y me dijo de todo menos
guapo. Yo salí corriendo con mi ramo al lugar de costumbre a ver a mi amor y
allí estaban las dos. Le di el ramo,
seguro que con la mirada tierna, y ella lo cogió, y con las mismas lo arrojó a
la acequia que ese día llevaba bastante caudal y me dijo: “No las quiero, vete
de aquí y no vuelvas más que no te quiero”, me quedé perplejo y dolorido viendo
cómo el agua se llevaba las rosas, y me marché si decir nada, pero al llegar al
lugar por donde la acequia pasa por debajo de la carretera introduciéndose por
un tubo con una rejilla de varillas de acero, allá se habían quedado las rosas
atascadas junto a un perro muerto.
Desde entonces mi odio es patológico a las rosas amarillas. Cuando fuimos algo más mayores lo intentamos, pero se había perdido la magia.
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